Actualmente, uno de los retos más persistentes —y menos atendidos— en América Latina, y en particular en México, es la limitada inclusión financiera en las zonas rurales.
Dicho fenómeno no solo representa una barrera para el desarrollo económico de millones de personas, sino también una oportunidad desaprovechada para las instituciones financieras que, por mucho tiempo, han centrado su atención en las grandes urbes.
Según datos de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV), tan solo el 35% de los municipios rurales cuenta con algún punto de acceso a servicios financieros formales. En otras palabras, más del 60% de las personas que habitan en estas regiones siguen dependiendo del efectivo, del crédito informal o de prácticas tradicionales de ahorro, muchas veces riesgosas o ineficientes.
¿Pero qué implica esta exclusión? Significa, en la práctica, que un agricultor no puede acceder a un microcrédito para mejorar su producción, que una emprendedora rural no tiene forma de digitalizar su pequeño negocio, o que una familia no tiene cómo asegurar sus ingresos ante imprevistos.
A largo plazo, esto limita el crecimiento económico, aumenta la desigualdad y perpetúa ciclos de pobreza.
Desde mi perspectiva, las instituciones financieras deben replantear su papel ante estas comunidades. Ya no basta con ofrecer productos tradicionales; es necesario diseñar soluciones específicas, accesibles y culturalmente adaptadas.
Tecnologías como la banca móvil, los corresponsales bancarios y las Fintech tienen el potencial de cerrar esta brecha.
Un ejemplo de éxito es el modelo de corresponsales en países como Colombia o Perú, donde pequeños comercios funcionan como intermediarios bancarios, acercando servicios básicos a zonas remotas.
Asimismo, la educación financiera debe acompañar cualquier esfuerzo de inclusión, porque no se trata solo de dar acceso, sino de empoderar a las personas para tomar decisiones informadas sobre su dinero.
Por ello, incluir financieramente a las zonas rurales no es un acto de caridad, sino una inversión inteligente y estratégica. En dichos lugares existe un mercado con necesidades reales, voluntad de progresar y un enorme potencial aún sin explorar.
Las instituciones tienen ante sí la oportunidad no solo de contribuir a un país más equitativo, sino de abrir nuevas rutas de crecimiento sostenible.